Su nombre real Gaetano Rapagnetta. Novelista, poeta y dramaturgo. Publicó su primer libro de poesía a los 16 años. En 1881 ingresó en la Universidad de La Sapienza de Roma, en la que formó parte de los diversos grupos literarios existentes. También escribió críticas y artículos para periódicos locales. En lo más alto de la fama, D’Annunzio fue aclamado por la originalidad, el poder y el decadentismo de sus escritos. Su trabajo tuvo un inmenso impacto en toda Europa e influyó en generaciones de escritores italianos. Sin embargo, su reputación literaria ha estado siempre empañada por su asociación con el fascismo.
Fue un escritor prolífico. Sus novelas, escritas en italiano, incluyen nombres como El placer (1889), El triunfo de la muerte (1894), y Las vírgenes de las rocas (1896). Escribió el guión de la película Cabiria, basada en diversos episodios de la Segunda Guerra Púnica. Las obras de D’Annunzio estuvieron muy influenciadas por la escuela simbólica francesa y contienen episodios de gran violencia y descripciones de estados mentales anormales, junto con magníficas escenas imaginarias.
Celebra el grande, el inefable goce
de vivir, de ser joven, de ser fuerte,
de hincar los dientes ávidos y blancos
en los más dulces frutos terrenales.
De posar las audaces, sabias manos
sobre todo lo más puro y secreto,
y de tender el arco contra todas
las presas que voraz deseo asecha.
De oír todas las músicas livianas,
y mirar, con pupilas fulgurantes,
la bella faz del mundo, como mira
un amante feliz a su adorada.
A ti el placer, ¡oh amiga!
¡A ti el ensueño!
¡Yo quiero revestirte la más roja
de las púrpuras regias, siquier tiña
su seda con la sangre de mis venas.
Yo quiero coronarte de albas rosas
para que así, transfigurada, cantes
la divina Alegría, la Alegría,
la Alegría, magnífica, invencible!
¡Oh manos de mujeres encontradas
una vez en el sueño y en la vida:
manos, por la pasión enloquecida
opresas una vez, o desfloradas
con la boca, en el sueño, o en la vida.
Frías, muy frías algunas, como cosas
muertas, de hielo, (¡cuánto desconsuelo!)
o tibias cual extraño terciopelo,
parecían vivir, parecían rosas:
¿rosas de qué jardín de ignoto suelo?
Nos dejaron algunas tal fragancia
y tan tenaz, que en una noche entera
brotó en el corazón la primavera,
y tanto embalsamó la muda estancia,
que más aromas el abril no diera.
Otra, que acaso ardía el fuego extremo
de un alma (¿dónde estás, oh breve mano
intacta ya, que con fervor insano
oprimí?), clama con el dolor supremo;
¡tú me pudiste acariciar no en vano!
De otra viene el deseo, el violento
deseo que las carnes nos azota,
y suscita en el ánimo la ignota
caricia de la alcoba, el morir lento
bajo ese gesto que la sangre agota.
Otras (aquéllas?) fueron homicidas,
maravillosas en engaños fueron:
de arabias los perfumes no pudieron
endulzarlas, hermosas y vendidas
¡cuántos ¡ay! por besarlas perecieron!
Otras (¿las mismas?) de marmóreo brillo
y más potentes que la recia espira,
nos congelaron de demencia o ira,
y las sacrificamos al cuchillo
( y, ni en sueños, la manca se retira.
vive en el sueño inmóvilmente erguida
la atroz mujer sin manos. Junto brota
fuente de sangre y sin cesar rebota
el par de manos en la enrojecida
charca, sin salpicarse de una gota ).
Otras, como las manos de María,
hostias fueron de luz vivificante,
y en su dedo anular brilló el diamante
entre la augusta ceremonia pía:
¡jamás los rizos del amante!
Otras, cuasi viriles, que oprimimos
con pasión, de nosotros la pavura
arrebataron y la fiebre oscura,
y anhelando la gloria, presentimos
iluminarse la virtud futura.
Otras nos produjeron un profundo
calofrío de espasmos sin iguales;
y comprendimos que sus liliales
palmas podrían encerrar un mundo
inmenso, con sus bienes y sus male
Estaba muerta, sin calor La herida
era visible apenas en el flanco:
¡estrecha fuga, para tanta vida¡
El lienzo funeral no era más blanco
que el cadáver. Jamás humana cosa
verá el ojo, más blanco que aquel blanco.
Ardía Primavera impetuosa.
Los cristales, do cínifes inermes
Golpeaban con ala rumorosa...
Huyó de ella el calor, Yo dije: ¿Duermes?
Con un salvaje sonreír violento
más cerca repetíle: ¿duermes? ¿Duermes?
¿Duermes? Y al recordar que aquel acento
no era el mío, me crispó de pavura,
escuché. Ni un murmullo, ni un acento.
Cautivo de la roja arquitectura,
se dilataba en el bochorno un fuerte
olor a destapada sepultura.
El hálito invisible de la muerte
me estaba sofocando en la cerrada
habitación. A la mujer inerte,
¿Duermes?, le dije. ¿Duermes? Nada nada...
el lienzo funeral no era mas blanco.
Sobre la tierra de los hombres, nada
verá el ojo más blanco que aquel blanco!...